Dicen que las comparaciones son odiosas, pero en casa por estos días no podemos resistirlo. Mis hijos y yo entregados sin culpa a un ejercicio de observación comparada, permanente e inevitable. Al feudo doméstico de las mascotas, donde reinaba sin esfuerzo nuestra amada golden Laila, sumamos hace poco una gatita de pelaje atigrado. Antes de ir a buscarla, hicimos todos los deberes: investigamos en Internet, nos volvimos aplicados lectores de páginas sobre comportamiento animal, leímos recomendaciones para propiciar el encuentro, tomamos nota de errores que hubieran podido malograr la convivencia de modo irreversible. Que ahora las fotos confirmen que ya se han hecho amigas -duermen juntas en la cucha, toman sol en el patio una al lado de la otra, se persiguen por la casa como perro y gato, pero todo termina a lo sumo con un ladrido o con las patitas de la gata apoyadas en el hocico negro y húmedo de Laila- no les quita méritos a nuestra estrategia y a nuestros esfuerzos.
Nunca antes habíamos tenido un gato y a mí siempre me habían generado cierta desconfianza. Animalitos remotos y ajenos, habitantes de una galaxia diferente. Laila nunca me había parecido tan humana hasta que Chloe desnudó su gatuna naturaleza. Cuando la perra me mira yo la entiendo, decía uno de los chicos, adivino lo que quiere o lo que siente, y ella también se da cuenta de lo que me pasa a mí. Cuando Chloe me mira, no me mira a mí. La perra es casi una más en la fauna humana de la casa. La gata, mimosa y todo como es, no deja de ser inaccesible. No su cuerpito delicado y huidizo, no la suavidad de su piel. Se queda en el regazo, acepta cariñosa los mimos que encienden su ronroneo («el rumor de las esferas y del cosmos», lo definió Juan L. Ortiz), pero así como se sube se baja de los brazos. Ya está, a otra cosa mariposa.
Chloe me mira y se acerca (su carita es una belleza), pone el botón de su hocico sobre mi nariz y me atrapa con esos ojos de otro universo. El nombre de su raza, pienso, no le hace justicia: gato común europeo. Con sólo leer un poco más ella recobra la espesura de su leyenda. Así como la ven, husmeando entre las macetas del patio o intentando meterse en el cajón de los cubiertos, su linaje se remonta al exotismo de África, quién sabe si alguno de sus antepasados no se deslizó imperceptible por el palacio de Cleopatra. De allí viene, y se diría que a veces se le nota. Abrazo a mi perra, mi mamífero doméstico más adaptado que nunca. Observa como resignada los movimientos de ese animalito indescifrable que de pronto está en el sillón y de pronto en el último estante de la biblioteca. La noto desconcertada (¿se preguntará qué clase de perro extraño le hemos traído o sabe que se trata de otra cosa?) y le digo que a ella la quiero mucho más. Pero entiendo que esté celosa, el misterio de la nueva habitante me tiene fascinada.
La miro alejarse por la cocina, pequeño tigrecito doméstico. Se detiene de golpe, espera agazapada algún movimiento de su nueva presa (un papel, una bandita elástica, un par de medias que robó del placard) y no puedo evitar pensarla prima segunda o tercera de panteras y leones, su majestad. Ella tan delicada y chiquita, pariente lejana de esas criaturas maravillosas. A salvo en mi cocina, Chloe no sabe de selfies ni de imbéciles, no sabe de la crueldad ni de la idiotez de los hombres, no sabe que afuera hay gente que gusta de patear gatos o de quemarlos. Mucho menos sabe de esos depredadores naturales que después de dejar un tendal entre los humanos parten en safaris a continuar matando en alegre cacería. La irrelevancia, la estupidez humana apenas disimulada en una imagen icónica, el hombrecito de mezquinos dineros que quiere para sí la épica de la aventura y apoya la bota sobre el cuerpo del animal muerto. Al lado la chica de sonrisa triunfante, capricho concedido. Bajo sus pies, un león, un hipopótamo, un cocodrilo, prodigios de la naturaleza, pero qué más da.
Chloe maúlla; Laila levanta una oreja, frunce el ceño y, de pronto, se lanza en una loca persecución por el pasillo como si quisiera restablecer algún orden. El orden de los perros y los gatos, de los hombres y las bestias. Chloe se esconde debajo de la heladera. Laila, que apenas llega a meter la trompa, ladra con la cola levantada. Se diría que están jugando. Ignorantes de las selfies y los imbéciles, juegan, sólo juegan, «como si de eso dependiera muchísimo del mundo, la sucesión de las cuatro estaciones, el canto de los gallos, el amor de los hombres».
Fuente: La Nación
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