Cuando estás en pareja en edad de criar hijos, hay gente que te pregunta «¿para cuándo?» y te habla de la inigualable experiencia de la paternidad. Puede ocurrir que esa misma gente, una vez confirmada la noticia y tras el despliegue eufórico de rigor, sonría y enuncie su advertencia favorita: «Aprovechá para dormir ahora».
Algo así me pasó hace un par de semanas, cuando decidimos traer un perrito a casa. Durante toda una vida carente de mascotas (tengo 38 y es mi debut), vi la relación de las personas y los perros como algo idílico. Sabía que implicaba «mucho trabajo», pero daba por hecho que ese vínculo era puro, despojado de conflicto. Sin embargo, cuando dimos la noticia de que habíamos adoptado un cachorro, perreros históricos me dedicaron un gesto de conmiseración y en algún caso me dijeron: «Te metiste en un quilombo».
En el taxi, el cachorro temblaba envuelto en la toalla que había llevado para abrigarlo. Mientras me daba consejos sobre crianza, el taxista se convertía en el primer maestro de una larga saga de educadores express. Al entrar en casa, Tito estaba temeroso ante la pequeña manada de humanos que segregaba una adrenalina incontenible. A los pocos minutos empezó a merodear el espacio, y al rato ya parecía sentirse cómodo. Nunca creí que la crianza de un perro demandara esfuerzos intelectuales, pero pronto entendí que las complejidades eran diversas, más allá de tener que limpiar el pis y la caca. Dar y recibir amor es sólo una parte, ciertamente menor en términos cuantitativos, de toda la operación adoptiva del animal. Al menos en una primera etapa.
Me llevó unos días entender que la relación es 100% energética, y todavía estoy aprendiendo. El perro es un espejo de tus estados emocionales, y eso te vuelve más consciente de tus conductas, de cómo influyen en la rutina anímica del hogar. Como dice nuestro gurú César Millán, ése es el gran regalo que te hace el perro. Y vale mucho más que alcanzarte las pantuflas.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1936317-diario-de-adopcion-de-un-perro
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